Por Eduardo Valenzuela Carvallo
Desde hace un tiempo el conocimiento ha comenzado a tener como nunca antes un valor económico. Este incremento en el rendimiento productivo de la investigación científica y del saber en general ha recibido el nombre de “economía del conocimiento”. También las credenciales educativas -y sobre todo las que se obtienen en las universidades y en la educación superior en general- han mejorado su rentabilidad privada. Las personas que obtienen títulos universitarios ganan mucho más que las que no lo tienen, -y en nuestros país es cada vez más a pesar de la masificación de la educación superior- y esa ganancia es objeto de una apropiación privada, es decir trae beneficios directos al ingreso particular de quien obtiene esos títulos.
Estas tendencias de la economía del conocimiento han empujado a tomar cada vez mayor conciencia de la educación como un bien público, precisamente porque su rendimiento privado se ha incrementado de manera considerable. Nunca como antes debe hacerse ver la responsabilidad social del conocimiento que se produce en las universidades y de quienes acceden a él. Antes esa responsabilidad podía permanecer implícita e ignorada, hoy día debe ser expuesta, recordada e incentivada.
Procuramos que ningún investigador pueda ignorar las implicancias que tiene su trabajo científico en el bienestar social en general y crecientemente hacemos la pregunta acerca de cuánto y de qué modo el conocimiento obtenido puede mejorar la sociedad en que se vive. Asimismo, buscamos que ningún estudiante pueda cursar sus estudios ignorando completamente el medio social en que se desenvuelve y los problemas que puede ayudar a resolver con el conocimiento adquirido. Los programas que invitan a la investigación científica a subrayar su relevancia pública o aquellos que conectan el proceso de aprendizaje con tareas de servicio son muestras de esta preocupación creciente por el valor social del conocimiento.
Hoy en día se debate acerca del carácter público de las universidades. Nadie debería hacerse el tonto respecto de la apropiación privada del conocimiento y las credenciales universitarias, incluso de aquellos que la obtienen en universidades estatales. Unos y otros enfrentamos el mismo problema, la enorme concentración de los beneficios entre los que tienen formación de nivel superior que sólo está destinada a aumentar en el futuro en la nueva sociedad del conocimiento que tiende a desvalorizar radicalmente el trabajo manual o de menor calificación, reemplazado crecientemente por máquinas e inteligencia artificial que se produce en las universidades. Por ello mismo, todos deberíamos responder de la misma manera: reforzando la vocación pública de las universidades, exacerbando el compromiso con la sociedad y aumentando las iniciativas de aprendizaje e investigación que se colocan al servicio del bienestar general.